domingo, 11 de diciembre de 2011

Jhon Grisham y la pena de muerte (agradeciendo a las pruebas de ADN)

Recién termine de leer el libro de John Grisham que lleva por título en español “El Proyecto Williamson”. Debo decir que es el primero del autor que he leído, de todos sus millones de copias vendidas alrededor del mundo, fue sólo hasta hace dos semanas cuando uno de esos ejemplares cayó en mis manos, y aquí me tienen.

Este relato no solamente me acompañó durante mi paseo por los Aeropuertos de Maiquetía y Santo Domingo (en San Cristóbal), sino también me hizo la espera del vuelo muy agradable: un tiempo para mí y para leer. Justo lo que quería.

El argumento es un clásico de los libros escritos por abogados de profesión. Un condenado a muerte que busca apelar a la corte y cancelar la sentencia. Sin embargo, no es ficción. La historia fue un suceso de la vida real acerca del cual Grisham se interesó y se documentó para realizar el libro. Comenzar a leerlo con esto en mente me puso en otra perspectiva, una más allá del hilo narrativo, del ritmo y de la fluidez con la que su autor cuenta la trama; me puso a pensar en la vida de un tipo que, no es un personaje, sino que es un hombre de carne y huesos, un ser humano, una persona que sufrió una falla del sistema judicial de su país, y lamentablemente lo pagó con 12 años de prisión, condenado a morir por inyección letal, en Oklahoma, EEUU.

No es mi intención escribir el análisis literario de la obra. Sino en su lugar, lanzar una pregunta al ciberespacio, quizá dos, tres…

Al preguntar qué se busca con la pena de muerte para castigar un delito, algunos me responderían que la finalidad es algo así como que, el culpable pague con su vida el crimen cometido, generalmente un asesinato despiadado a personas inocentes. En ese caso, se ajustan las cuentas con la familia de la víctima, ojo por ojo…, y se asegura el que no pueda volver a cometer un crimen. Además de que se le priva la posibilidad de enfrentarse con el sistema educativo de prisiones, lo cual siendo pragmáticos, en muchos casos significa solamente que se le quita la posibilidad de estar encerrado y con tiempo suficiente, para que la persona culpable se enfrente al juez dentro de sí misma, y su propia conciencia pueda llevarle a cambiar la decisión frente a lo que ha elegido para su vida. Se requiere de tiempo, aunque sea preso, para marcar la diferencia entre que una persona llegue a regenerarse o, persista al margen de la vida en comunidad, y en consecuencia llegue a aislarse más y más.

Yo estoy de acuerdo con el castigo para el culpable, y de esta forma pague lo que le deba a la sociedad, pero por qué la decisión de un alcalde, o de un gobernador que vela porque se cumpla la ley, debe ser condenar a muerte y no, por ejemplo, sacarlo de las calles de por vida, y retirarle su libertad para siempre. Por qué dentro del más perverso lado como seres humanos, algunas personas encuentran mayor fascinación con la muerte y exigen el máximo castigo inventado para un acusado, ¿Acaso creemos más en la muerte que en la vida?

Entonces, qué ocurriría en el caso de que el juzgado fuera inocente. Un caso de pena capital penetra hondo en la comunidad que lo vive, los vecinos, los amigos, los padres quieren castigo, necesitan un culpable, y todos estos también son electores, contribuyentes, ciudadanos pues. En cualquier caso, es perfectamente factible el que ocurra un error en cualquier juicio, pero en un juicio de esta naturaleza, los fiscales se podrían empeñar más aún en mantener el error a toda costa, para que la investigación de resultados, y produzca ese culpable que se necesita. No creo que en algún lugar del planeta exista esa sociedad infalible, siempre capaz de castigar al culpable y liberar al inocente, sencillamente porque somos humanos, cometemos errores y actuamos de acuerdo a circunstancias, intereses, etc. dependiendo del contexto y las personas involucradas. Por más que se busque justicia con buenas intenciones, un error en estas circunstancias significa también acabar con la vida de un inocente.

Cuando escribo de este tema, no puedo dejar de pensar en la idea ¿estaremos como humanidad queriendo corregir un error con otro error?

No estoy a favor de la pena de muerte, y dado que en Venezuela no está implantada en las leyes, sé que también escribo desde la comodidad que me otorga el que no haya casos que me muevan por la cercanía, pero en mi opinión, sólo tengo que ser una habitante del mundo para conmoverme con la historia de Ron Williamson. ¿Cuántos como él hay? Y más importante aún, cuántos no contaron con la sucesión de causalidades, por las que su expediente llegó a caer en las manos de los abogados que lo leyeron, y supieron preparar su caso para abogar en nombre de él. De forma tal que, para curarnos en salud y ser "justos", sería capaz de garantizar cualquier sistema judicial de una sociedad imperfecta (la venezolana, una europea, la sociedad estadounidense, etc) que se lleven a cabo juicios justos, apegados a la ley y a la verdad, siempre que sea necesario para que un inocente no tenga que presenciar el correr de su vida por un desagüe. Si no es así… ¿estamos dispuestos a pagar el precio?

El dinero compra casas, cancela las deudas, paga a los abogados, compra los tickets y paga las reservas en los hoteles. Sin embargo, cómo se desanda el viaje en la mente de una persona injustamente condenada y encarcelada. El dinero no pudo fabricar la máquina del tiempo con la cual echar atrás los relojes, para dejar a Williamson en su ya dolorosa vida de jugador de beisbol frustrado, recién divorciado. No existe máquina del tiempo Jueces, hay que andar con cuidado, y las disculpas y lamentaciones cuentan también con un límite de presentación.

En cuanto a la escritura de Grisham, me gustó su descripción de las escenas con muchos detalles, una ambientación muy prolija y cuidada. Su profesión le hace el favor y le añade credibilidad al juicio, al comportar de los abogados, y él también la sabe usar a su favor (a pesar de los capítulos en los que se excede en detalles técnicos para mi gusto). Compensa su tecnicismo con creces al trazar muy bien la introducción del personaje principal, Ron Williamson. El capítulo en el que se adentra en su vida y en su perspectiva psicológica, desde que comienza a narrar su infancia, fue uno de mis favoritos, y con seguridad lo releeré pronto. La simplicidad con la cual trazó los detalles de la personalidad de este señor merece mi admiración, buen ejemplo de cómo no fue necesario hacerlo hablar mucho, sino dejar que los demás hablaran por él, y sólo mostrar sus acciones, para conocerle. A pesar de lo dantesca que me parece la cámara de la muerte, Grisham también supo hacerme una visitante y cautivarme con la historia en general.

Algunos juegan a ser Dios, y yo, durante el viaje leí, disfruté y, por supuesto, mientras esperaba también jugué Angry Birds (¡alcancé el nivel VIII!).


Para más información del caso Williamson, puede leer el libro y buscar en:

www.innocenceproject.org

viernes, 9 de diciembre de 2011

Esperar : Esperanza (y un cuento de navidad)

-Mmm... ¿Qué hora es? ¿Ya van a ser las doce?... ¿Cuánto falta?...

-¡Cuántas preguntas Marian!, tienes que esperar, apenas son las diez.

-Tengo sueño, por qué esperar a que sean las doce para que llegue el niño Jesús, y para comer… ¡tan tarde!

-¡Porque el niño Jesús llega a Caracas a las doce en punto!, tiene muchas casas que visitar.

-mmm…-digo otra vez, ya sin consuelo.

Esa micro historia se repitió todos los años durante mi infancia, la espera del nacimiento del niño Jesús, y la espera también para poder cenar, para comer el festín navideño venezolano, rico en carbohidratos (por cierto, para cualquier extranjero ajeno al plato), y no muy recomendado como comida completa pasada la una de la madrugada.

Ocupados con los preparativos para la víspera de navidad, recuerdo que durante el día 24 de Diciembre en mi casa, no se hacía alguna otra comida formal sino la cena, es decir, cualquier cosa de desayuno y almuerzo, entendiendo cualquier cosa como una hallaca para el desayuno y, por supuesto calentar otra hallaca, recién salida de la nevera, para el almuerzo; de modo que todos esperábamos con ansias la cena de nochebuena, donde finalmente podríamos sentarnos a la mesa a compartir la velada -para ese momento ya yo sujetaría orgullosa mis regalos- y finalmente, sobrepasada la esperada hora, podríamos incluir algo más en el plato: si hallaca, pero esta vez, con algo de carne o ensalada.

Mi espera era diferente, siendo niña no me divertía mucho con la monotonía de arreglar la casa o preparar la mesa, no tenía responsabilidades, ni compras que hacer, y con el tiempo por delante, que largas se me hacían esas veinticuatro horas. La diferencia de esperar ese día en particular, que ya era de lejos, el más largo de todo el año, la marcaba una simple razón: ¡Quiero que sean las doce para recibir los regalos del niño Jesús! (¡Qué más da lo que sirvan los adultos para comer!... ya tendré tiempo para estar en desacuerdo y cambiar las horas de la cena en mi familia).

Los recuerdos se abren paso nuevamente hoy en mi memoria, como el olor que se desprende de su hoja de plátano, al escurrir una hallaca después de calentarla, sobre una olla con agua hirviendo. Ese sello venezolano en su punto de ebullición, que deleita a más de uno por el mes de diciembre de cada año. Recuerdo esa mezcla natural de olores en la cocina, el dulce de las pasas con lo salado de la aceituna sobre mi lengua; ver a mecha ocupada en la cocina entregada a su placer de cocinar el pan de jamón, su querido pan de jamón, recuerdo también lo que era pasar un día entero pensando si se cumplirían mis peticiones, si ese niño recién nacido sería tan detallista y tan poderoso para llegar a saber cuáles eran cada una de las cosas que le pedía por escrito, y los lugares exactos donde las podría encontrar.

Recuerdo enredarme entre preguntas sin una única respuesta, y perderme hasta rendirme entre dudas tan razonables, como por ejemplo: ¡cómo hace para llegar a todas las casas al mismo tiempo!, porque efectivamente al mismo tiempo llegaba, tan pronto yo confirmaba mis regalos, mis primos en sus casas, fuera de caracas, también recibían los suyos, y por esos días yo nada sabía del principio de incertidumbre, y era feliz sin saber las probabilidades reales de estar al mismo tiempo en dos lugares distintos.

-¡Son las doce!- Gritaban todos en casa. Eso significa en mi idioma: LOS REGALOS ESTÁN AQUÍ.

Salí corriendo a buscar debajo de mi cama. Me trajo lo que pedí, dije al fin, la espera se terminó y sentí alivio al confirmar que, aparentemente, el sistema de las cartas funciona -pensaba complacida con el cassette de betamax, titulado “LOS ÚLTIMOS HÉROES” del grupo Menudo, entre mis manos-. Esa es la magia de satisfacer un deseo. El concierto de mi grupo favorito era mío. Así los quería para que, de ese año, el único regalo que recuerde sea esa cinta de video.

Ni aún con el paso de los años he podido borrar esa imagen, ni los olores, ni los recuerdos de esas primeras navidades creyendo en un deseo. Así de fuerte perdura la sensación de una espera que ha valido la pena. Que bella foto esa la de los chicos de Menudo, cierro los ojos hoy y es suficiente para verlos bajando las dumas de los Médanos de Coro, con actitud de galanes-buenotes-sobraditos, y que guapo Sergio con su chaleco de cuero sobre su pecho sin camisa (bueno, esa última línea no es tanto así como un recuerdo, jajaja).

El tiempo siguió su curso, y llegó otro veinticuatro de diciembre, en el que mientras esperaba, compartía con unos niños de mi edificio sus fuegos artificiales, y allí fue cuando le escuché a una de mis primas decir: ¿Ustedes saben que el niño Jesús no existe…o no? Los regalos se los compran sus padres, sentenció.

-¡Ploos!- Se escuchó un ruido tremendo. Y el cielo se pintaba con luces amarillas, rosadas, rojas, que se abrían paso en medio de la noche, como los pétalos de una flor que se deshoja poco a poco, hasta terminar en un tímido resplandor blanco que cae desde lo más alto del cielo. Pétalo a pétalo como una ilusión.

-¡Qué es esoo!, ique quién dice- Dijo alguien más. Yo no pude hablar, quería perder mi mirada en la profundidad del cielo y alcanzar las manecillas del reloj del tiempo del mundo y devolverlo al momento justo antes de escuchar esa frase.

Si, repitió. No fue suficiente decirlo una vez, lo volvía a decir. Y ahora que escribo estas líneas recuerdo también que lo decía orgullosa. Como si fuera verdad que al crecer e ir dejando de ser niña, hay personas que se llenan de armas y creen tener el poder para quebrar las ilusiones de los demás, niños o no, de todos aquellos que todavía sueñan.

Lo del reloj no funciono, no existía algo así como un reloj superior que pudiera controlar el tiempo en la vida de todos (al menos no lo encontré por esas fechas). Lo cierto es que al llegar de nuevo al apartamento, mi prima me llevo hasta el armario donde sabía que su padre había guardado sus juguetes. No podía creer lo que veía (no quería creerlo), pero mientras tanto allí en ese cuarto yo todavía buscaba algunas justificaciones, esto tiene que ser un error, pueden ser otros regalos.

Lo amargo y lo dulce de un sabor, hasta ese momento, desconocido para mí se mezclaban en mi garganta. La espera no podía ser peor esta vez, que importa la cena, lo repetido de la hallaca. Yo quiero cenar con mi ilusión intacta ¡Que me la devuelvan! Nadie me preguntó si quería saberlo, ella sin más ni más lo soltó a los oídos de todos nosotros, los otros niños que no sabíamos, indolente.

-Llegaron los regalos Marian, corre al cuarto- dijo mecha.

Fui por los míos, y al acercarme a su cuarto me detuve a ver desde la puerta, no quería dar un paso más hacia adelante, desde allí la realidad, tal cual un gas asfixiante, ocupaba todo el espacio alrededor, y yo no quería entrar para ver a mi prima destapar sus regalos. Si esos mismos, los del armario, con el mismo papel del envoltorio que había visto, los mismos motivos. Todo era igual. No podía ser un error, era la verdad.

Después de un golpe como ese, hay que definir la navidad nuevamente. Es nuestro deber como adultos. Tiene que cobrar sentido para cada uno dentro de nosotros, en el interior de lo más profundo de nuestros corazones, tiene que ser una definición nuestra, sólida y duradera… que se mantenga por el bien de la humanidad. Por mi parte, yo jamás menciono esa verdad delante de los niños. Voy por la vida preguntando a todo niño católico qué le pidió al niño Jesús, y aún me emociono al ver las cartas en las casas, junto a los arbolitos o a los pesebres. El papel dobladito con las letras que no se entienden, con las vocales recién aprendidas, o con las listas más elaboradas, todo eso junto para pedir el nuevo juguete de la temporada. No se trata del regalo, ni del costo. Sino de la ilusión que se guarda en un papel a la espera de ser cumplida. Del día que se comienza esperando a que se termine, de la espera a que llegue esa hora en particular y así dar fin a la tensión, y que después de ese día estemos confiados en que el ciclo vuelve a empezar. Se trata de los envoltorios que se rompen a todo gusto para develar el misterio y saber si nuestros deseos fueron escuchados. En este caso por otro ser, que también es niño, y viene a ayudarnos hasta que seamos capaces de cumplir nuestros sueños y anhelos por nosotros mismos.

Yo definí mi navidad, hoy ya con veintinueve años, y algunas pruebas del tipo ensayo y error, aprovecho ese día para hacer cosas que me gustan, y llenarlo de momentos inolvidables. Sé que me gusta ir un rato a la playa, a contemplar ese paisaje, quizás será que intento descubrir si existe alguna conexión entre lo mágico y la inmensidad de ese vaivén del mar, con la importancia de alimentar nuestras ilusiones, que las imagino como las olas en esa gran masa de agua, que se nutren de otras olas, y se forman, se elevan, se rompen... y seguirán vivas, mientras exista una ola que se vuelva a formar. Descubrí que es un placer para mí quedarme sentada a mirar el mar, así que... por qué no tomarme un día especial para ello, además así me alejo de los centros comerciales y del tráfico de la ciudad.

No tengo idea la etimología y me salto esa formalidad de la lengua, pero para mi es clara la relación de la palabra esperar con la esperanza, por el significado que le imprime a mi historia, y a mi vida. Hoy no dejo de lado la tradición a la hora de comer, aunque trato de balancear la ingesta calórica, desayuno pan de jamón, almuerzo hallaca y de cena puede ser alguna ensalada… si es cierto, ya no tengo nueve años, pero sí que los recuerdo.

Y a encender esos fuegos artificiales, para que se unan a la celebración de la vida ¡con precaución!

Mariana

(Especialmente a Mecha, quien por estas fechas y siempre, ilumina todos mis recuerdos)