sábado, 21 de enero de 2012

El Poder (de) Decir Adiós


I

─ Bueno…, supongo que hasta aquí… ─ dijo él ― que este es… ― corrigió.

─Adiós─ le dije yo interrumpiéndolo. Quise que no llegara el momento y tomarlo en mis brazos para no dejarlo ir, pero cuando estuve frente a él, quise que se acabará y, a su vez, que no acabará nunca, quise explicarle todas las razones que tenía para no quererlo, quería alejarlo, y también  decirle te quiero, y sólo alcance a concluir: que te vaya bien.

Y al pronunciar estas palabras, bajé la cabeza, y mi mirada resbaló por el piso, hasta perderse en la noche oscura que entraba por la ventana. El reloj marcó las doce, y afuera, todos celebraban la llegada del nuevo año con vítores y fuegos artificiales. Luego, él tomo mi mejilla, la acercó a su cara, me dio un beso en la frente, y comenzó a caminar dándome la espalda.



    Viéndolo partir sentí el impulso de comenzar a caminar para seguirlo, alcé mi brazo con la esperanza de conseguirme con su rostro, con su cuerpo, pero no encontré ni siquiera su hombro para sujetarlo, y ya sus ojos no los tenía frente a mí para mirarme, en su lugar, pude exhalar un hondo suspiro, para disfrutar de este final con olor a él, y ver alejarse el rastro de su perfume desvaneciéndose en el aire. Esta vez, supe que el caminar hacia atrás sólo me llevaría de vuelta a mi vida, a la que daba por sentada, a un salón con otras personas, divirtiéndose en una fiesta, hablando, comiendo, tomando, aunque yo me sintiera al borde de un abismo, en lo más alto de una montaña desconocida, azotada por los fuertes vientos fríos de la soledad, donde todos los pasos que pudiera dar para regresarme desde lo alto serían difíciles, porque ya no me refugiaría en sus brazos para terminar en un beso, y porque ahora, hacía adelante, el camino luce amenazantemente nuevo.


II

       Desde que tengo uso de razón tuve afición a los cuadernos y a los lápices; coleccionaba todo tipo de marcadores, libretas, blocks, y demás herramientas para… escribir. No era un pasatiempo infantil, antes no lo comprendía, era el llamado a expresarme por medio de la escritura, un llamado tan fuerte como cualquier impulso, manifestado en forma de deseo para satisfacer mi necesidad. Aún es indescriptible la sensación de detenerme frente a una página en blanco, ese placer, esa felicidad que me produce el poder hacerlo, el gusto que me da pensar y escribir para llenar un espacio, antes vacío, con una estructura llena de frases escritas que provienen de mí, desde lo más profundo de mi ser, desde algún paisaje en mi interior donde lo que pienso se mezcla con mis sentimientos, y da como resultado una historia en forma de párrafo, con la única finalidad de hacerlo y... leerlo.

Por más extraña que pudiera parecer en mi familia aún mis primos me recuerdan la versión pequeña de mi misma yo era así, una niña con un pequeño morral de un bello color azul cielo, que tenía un bolsillo exterior con un osito amarillo de brazos abiertos, lleno de cuadernos y marcadores; pintaba y escribía donde quiera que llegaba, y un afortunado diciembre (tenía siete años), todas las fuerzas del universo conspiraron para hacerme muy feliz. Por alguna razón esa navidad recibí todo tipo de artículos para escribir: libretas, blocks de notas, cuadernos grandes, pequeños, empastados, de espiral y muchas libretas muy pequeñas, además de cajas de colores, marcadores, lápices, bolígrafos, etc, y así completar el conjunto de accesorios para mi satisfacción personal. Ya no más regalos de medias, blusas y mallas de lycra que yo no quería, no más regalos de ropa. Ante mis ojos ese año mi familia pareció aceptarme tal cual era y darme sólo, al fin, regalos que me gustaran. Yo estaba embriagada del gusto entre tantas líneas, tantas hojas en blanco, tantos nuevos diseños, tantas páginas que se me aparecían como tantas posibilidades a mi alcance y, como si todo el éxtasis del cual ya disfrutaba no fuera suficiente, la guinda del pastel fue uno de los regalos que siempre recordaré: una bolso en forma de muñeco cilíndrico, color amarillo fosforescente, con la cabeza en la tapa del cilindro de donde guindaba el asa, y un par de ojos bien grandes en la superficie de lo que sería el rostro, con una gran sonrisa esperando: mírame (soy tuyo), y por supuesto sus pies guindando de la tapa inferior, con diseño de franjas blancas y negras horizontales, y sus respectivos zapatos de plástico tipo converse. En una palabra: fantástico.

Finalizando la respectiva velada del más maravilloso 24 de diciembre que pude vivir de niña, fui preparando mi nuevo bolso con todos mis regalos dentro, allí conocí esa sensación de encajar todas las piezas de un rompecabezas de gran tamaño, sin saber aún la figura que debía armar, ni dónde acababa la imagen propuesta, yo simplemente me deleitaba organizando el bolso en perfecto orden, libretas pequeñas con libretas pequeñas, medianas con medianas, y las más grandes alineadas, todas en el interior del cilindro-bolso, lápices con lápices y marcadores en degrade de colores a un lado; la estimulación de mi pequeño trastorno obsesivo compulsivo no tenía parangón, porque mi satisfacción no conocía los límites. Entre los pensamientos de mis preocupaciones infantiles, me dije a mi misma “estoy lista para salir, sea cual sea el lugar que visite desde ahora, sólo necesitaré llevar mi nuevo bolso, y si me aburro, siempre estaré lista para escribir”.

Como todos los 25 de diciembre de mi infancia, me preparé para salir con mecha (mi mamá, mi tía, y más que una definición de mamá o tía, la llamo mecha porque así le decía, y para fines de esta entrada: una persona muy importante), iríamos al parque de diversiones  como me lo había prometido; en ese momento la vida adquiría un nuevo significado para mí: el haber sido escuchada y recibir mis regalos favoritos. Ya mi casa no era solamente mi casa, el parque no sólo era el parque, las calles, avenidas, las camioneticas, ya habían dejado de ser solamente esos sitios, para adquirir una nueva dimensión, la dimensión de la alegría, porque estaba convencida de que todos los lugares en el mundo por el resto de mi vida, serían esa extensión de mi felicidad.

Una vez en el parque todo fue apropiado, recuerdo el algodón de azúcar, los tickets, y lo mucho que me divertí dando vueltas en el carrusel de la entrada, caballos, ponis y carruajes, alineados de forma estática en una circunferencia que da vueltas, y desde afuera los padres miran a sus niños, saludando con las manos, cada vez que la rueda en movimiento pasa por el lugar donde los montaron.

Al carrusel le siguieron las sillas voladoras, y por supuesto, los carritos chocones y la mini-autopista, desde donde manejaba un convertible muy parecido al max 5 de mis sueños, que subía y bajaba en el tráfico de los otros carros. Esa fue una tarde soñada, que finalizaba en el carrito de los perro calientes, y sólo fue hasta que la diversión y el paseo terminó, cuando me di cuenta de que había algo que se me olvidaba…. ¿dónde está mi bolso?


Recorro el camino de las imágenes en mi memoria como si fuera ayer ¡mi bolso!, dónde lo deje, lo traje conmigo, sí, lo tenía en los carritos chocones, no, creo que no, no lo sé, el pánico desatado en todos los recovecos de mi mente, el carrusel mamá, allí me volvió el recuerdo de cuando lo guindé en el asa para sostenerme del caballo donde me monté, salimos corriendo a buscarlo, al llegar al carrusel estaba en movimiento, los segundos esperando para mirar de nuevo el lugar donde me había sentado fueron interminables, el tiempo es eterno para quien espera, y yo sólo esperaba mirar hacía el caballo y encontrar mi bolso allí, donde lo había dejado guindado. Pero no, el final de la historia no fue ese. No estaba el bolso y nadie sabía nada al respecto. Me baje de dar vueltas sin sentido por la plataforma rotatoria del carrusel detenido, mecha sujetaba mi mano, y la otra se encontraba sin bolso, sin consuelo, y solamente hasta que volví a estar sobre el piso del parque, caí en cuenta de lo sucedido: lo había perdido.


III


Cuídala Mariana, me dijo a mí, no peleen, le dijo a mi hermana al salir. Lo que no me dijo fue que no regresaría, y que después de salir de la ducha ese día, mi vida no volvería a ser la misma.

A veces no sabemos cuanta importancia tienen los momentos que protagonizamos, sino hasta después de que ocurren. Aceptar el hecho de que mecha había muerto, fue una idea con la cual sólo pude lidiar muchos años después de esa tarde, cuando ocurrió; una tarde del mes de agosto, como pudo haber sido cualquier otra, cuando se suponía que comenzarían las vacaciones y ella saldría a la clínica para continuar su tratamiento, y nosotras pasaríamos el resto de ese día discutiendo por el horario del televisor con cable, con el tiempo ella sanaría y podríamos al fin volver a la playa juntas. La muerte vino a mi conciencia con la suya… (y yo no quería conocer la muerte contigo mamá). Ahora sé, porque lo he experimentado, que la madurez comienza a mostrar su corteza cuando cosas insignificantes que te molestaban, y por las cuales hasta te peleabas, vienen a ti nuevamente y eres capaz de darle su justo valor, no más, y esa tarde otro tipo de madurez llegaba a mi vida, una que yo no había pedido, pero había ocurrido: Mecha, mi mecha, había muerto sin esperarlo, y yo tendría que crecer para averiguar cómo me forjaría una vida sin ella y para aprender qué hace disolver de mi boca el amargo sabor de una despedida no pronunciada.


IV

Estoy a la víspera de recibir el año 2012, tengo amigos con quienes preparo la cena para esta noche, la cocina está frente a mí, y mientras el pollo está en el horno, yo estoy frente a mi documento de Word, y me pongo a pensar cuántas despedidas he protagonizado, en todos los adioses que he pronunciado, y a pesar de lo recurrente, esa palabra: adiós, se erige ante mí a veces como una muralla difícil de flanquear, y aún más difícil es cuando mi voz interior me dice, aunque no lo prefiera así, que no hay otro camino viable sino el de decir a-d-i-ó-s.

He reflexionado sobre las despedidas, y me pregunto si, quizá el dolor de decir adiós acude a la herida porque creemos que algo, un lugar, una persona, o un tiempo nos pertenece, y porque nos aferramos a la palabra siempre, a la costumbre, a lo conocido.


Yo he dicho adiós a personas, a etapas, a momentos, a una relación, a lo que nunca tuve, a cosas materiales que he perdido, como mi sweater favorito o ese bolso que nunca encontré, y también he perdido a un ser querido en manos de la muerte, he perdido un montón de ilusiones, y me he ido de lugares a los cuales creí pertenecer, y sólo ahora, desde la distancia, es cuando puedo comprender la verdad tras la frase: "ama y deja libre", yo incluiría ama, vive y deja libre; el apego a las cosas que se terminan genera dolor, el dolor a perder lo que es mio, es el mismo apego, y la creencia de poseer, lo que puede limitar mis oportunidades, el acostumbrarme a un espacio, a un momento, a una persona… estaba pensando en la diferencia entre querer tener y dejar ir, entre tener que decir adiós y decirlo, entre sufrir por la pérdida o encontrar consuelo en las posibilidades que se presentan al pasar la página, ante un nuevo espacio en blanco... la diferencia entre lamentar lo perdido y alegrarme por lo vivido. 


El amor se acaba, la gente muere, los compromisos se rompen, las expectativas no se cumplen, pero también los ciclos se cierran y el tiempo pasa. Las despedidas son dolorosas, porque al fin y al cabo somos humanos, y no vale la pena programarse para no apegarse, pero de la misma manera en que nos sentimos parte de algo, y nos duele dejarlo, el decir adiós libera porque nos abre las puertas a nuevos momentos, a nuevas personas, a nuevas experiencias, y entonces… ¿por qué no tomar lo bueno de lo que vivimos y lo mejor de lo qué viviremos?


Ahora yo he logrado juntar el dolor de mis pérdidas y observar cómo se transforma en arte, en un lugar de mi mente al que puedo volver para convertirlo en energía que me lleve a otros caminos, nuevos caminos, mejores caminos, y también en un lugar cerca de mi corazón donde guardo la lección de valorar lo que he encontrado y aprendido.



       Es necesario gastar para renovar, perder para ganar, decir adiós para liberar, y despedirnos  para recibir lo nuevo… eran veinte minutos para las doce, y quería comerme las doce uvas con tiempo, brindar con champaña, tomar la maleta, gritar feliz año, abrazar a todos, pedir los deseos, lentejas, agua, tradiciones,… y en su lugar, me deje llevar por la música y la alegría de la fiesta, comencé a bailar un merengue, y uno se transformo en otro, y en otro; las personas a mi alrededor se abrazaban, comían uvas, brindaban, salían a la calle cargados con maletas vacías, y yo sin darme cuenta, y sin tomar el tiempo, le di la bienvenida. Entre copas y abrazos compartí en la fiesta con el resto de los presentes, y en el patio de la casa, la altitud de la montaña era suficiente para sentir la cálida brisa de la buena compañía, y su vez, el fresco de la noche, y ya en mi propio espacio, me detuve a admirar el cielo de la naciente madrugada, por primera vez, sin obstáculos, sin edificios que cubrieran el espectáculo de los fuegos artificiales… Adiós 2011, Bienvenido 2012.


Y es inevitable que esta línea final de mi primera entrada del año, me lleve en mi imaginario a uno de los grandes, yo también ahora don Mario... comienzo a comprender las bienvenidas mejor que los adioses.

Después de un final se extiende un comienzo, y este nuevo año lo recibo cumpliendo mi sueño de escribir, y ahora cuento con libretas y además con la fortuna de vivir la era digital, con los discos duros portátiles para respaldar los archivos, y en lo que se pueda, hacer menos dolorosas las pérdidas de la información, en un cuaderno o un pen drive que se escapa.


¡Feliz año para todos!


Mariana



“Vuelvo/ quiero creer que estoy volviendo

con mi peor y mi mejor historia

conozco este camino de memoria

pero igual me sorprendo”



M. Benedetti